miércoles, septiembre 28, 2005

Rata de librería


Por Rius [1]

Puedo decir sin exagerar que hasta que llegué a la mayoría de edad, que dicen empieza a los 18 años, tuve acceso a los libros.
Antes, me la pasé encerrado en un seminario salesiano estudiando para obispo, sin libro que leer. Fuera de algunos de Julio Verne, debidamente censurados por el fundamentalismo católico, nada leí. Incluso los de Verne no los leía personalmente, pues alguien los leía en voz alta a la hora de la comida, mientras nosotros en silencio intentábamos un milagro: entender lo que nos leían y dar cuenta de la sopa de fideos. No se puede decir, pues, que leía a Verne.Saliendo del seminario, donde toda lectura no aprobada por los padrecitos estaba prohibida, tuve la oportunidad de entrar a trabajar —como telefonista— a la funeraria Gayosso, que por suertísima se ubicaba en la avenida Hidalgo, detrás de Bellas Artes, y —esto es lo más importante— era vecina de una libería que, después supe, jugó un papel muy importante en la formación de escritores mexicanos.
Me refiero a la Librería Duarte, donde Polo Duarte y su papá, refugiados republicanos españoles, habían creado una pequeña librería de segunda mano. A Polo Duarte le echo la culpa de haberme vuelto adicto a la lectura. Por su culpa he llegado hasta a robarme un libro (uno, y no lo he vuelto a hacer) de una librería que estaba en plena Alameda y que creo que se llamaba Librería de Cristal. Y me lo robé, nuevecito, porque en esos tiempos andaba yo peleándome con los centavos necesarios para comer y pagar la renta. Etcétera.
Volviendo a Polo Duarte. Vecino de la librería, contaba yo en la funeraria con exceso de tiempo libre (iba a decir “muerto”), que pasaba haciendo dibujitos sin relación alguna con la caricatura, resolviendo crucigramas o leyendo. Con Polo llegamos a un acuerdo: él me recomendaba qué leer, me vendía el libro, pero tenía yo “derecho” a cambiarlo dos veces por el mismo precio. Con esas facilidades de pago me convertí en un voraz lector. Gracias a Polo Duarte conocí y disfruté kilos de libros de autores totalmente desconocidos para mí. Supe de John Steinbeck (leí todos sus libros y todavía conservo uno muy poco conocido: En lucha incierta, que se ocupaba de las andanzas de un agitador comunista en la época de la depresión. Formidable libro. Tengo entendido que el gobierno del df lo regaló en esas colecciones de libros que coordinó Taibo II hace algún tiempo). Y junto con Steinbeck aprendí a leer a Faulkner, Dos Passos, Caldwell, hoy casi desconocido, Sinclair Lewis, Jack London, Howard Fast, Hemingway no se diga y William Saroyan, uno de mis favoritos de esos años cincuenta.
Ya encarrerado en esta lista de mis primeras lecturas, no quiero olvidar la lectura de libros de humor, fundamentales para mi futuro trabajo. Descubrir, por ejemplo, a Rubén Romero y su Pito Pérez, el mejor cronista de las costumbres michoacanas; Jardiel Poncela, el español que se reía de dios, Chesterton y Jerome K. Jerome, junto con Pitigrilli, Mosca y otro italiano del que olvido su nombre, que hizo un librito llamado Si la luna me trae fortuna, que formaban parte de una colección de humor titulada El Club de la Sonrisa.
No puedo dejar a un lado a los infaltables de esos años: Hermann Hesse y Curzio Malaparte.Con los Duarte conocí a Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Romain Rolland, al maese Voltaire, al otro ateazo que fue Bertrand Russell, que inició mis coqueteos con el ateísmo, junto con Marx. Imposible olvidar la lectura de Kazantzakis, Panait Istrati, Jorge Amado, Virgil Georgia (que la máquina ésta insiste en escribir como Georgia y no con u: Georgiu) o Hamsun, Selma Lagerloff y Bertold Brecht, que la máquina quiere a fuerza escribir como brecha, ¡computadora ignorante de mis favoritos! Hay muchísimos que leí, pero que no acabaron de gustarme y no los conservé. O se los volvía a cambiar a Polo por otros más atractivos y nuevos para mí. Por eso digo hoy que Gayosso fue mi universidad y mi kinder al mismo tiempo: ahí aprendí a leer y a disfrutar de la lectura.Luego, cuando decidí mi vida entre embalsamar muertitos o hacer monitos en los periódicos, dejé Gayosso, y la funeraria —junto con Polo Duarte— emigró a otros rumbos de la ciudad, al ser demolidos los viejos edificios de la avenida Hidalgo para dar paso al Teatro Hidalgo del imss.
Mi nueva profesión me hizo perderle la pista a Polo y dedicarme a buscar otra clase de libros que no tenían los buenos cuates refugiados: libros de caricatura. Es un género que rara vez se encontraba en las librerías. Nadie vende —casi todavía— libros de humor gráfico. Y era una verdadera monserga llegar a las antiguas librerías —mostrador de por medio— a pedir un libro de Steinberg o de los nuevos franceses como Bosc, Chaval, Dubout o Henry. Ni los conocen ni conocían. Polo Duarte me proporcionó el primer libro que hubo de Steinberg: Todo en línea. Todavía lo conservo.
Si hoy es difícil conseguir libros de caricatura, en aquellos años era imposible. Cuando trabajaba en las publicaciones de Excélsior, junto al periódico en Paseo de la Reforma, estaba la Librería Francesa. Ahí, a precios de oro, se podían conseguir los libros de los moneros franceses que vinieron a cambiar la caricatura, junto con Steinberg. Arrancado siempre, seguí leyendo y buscando libros en las tres o cuatro librerías de usado que llenaban la avenida Hidalgo. Por esos años, 1961 creo, se abrió en la ciudad la primera librería moderna en México: Zaplana.
En pleno San Juan de Letrán, (una importante avenida de la Ciudad de México, actualmente conocida como el Eje Central Lázaro Cárdenas) entraba uno a un enorme galerón lleno de mesas atiborradas de libros. Por vez primera podía uno ver personalmente los libros, sin necesidad de pedirlos al dependiente con el mostrador de por medio. Ahora, en Zaplana, podía uno hojear el libro, medio leer su contenido, ver nuevos autores, aprovechar las ofertas de libros, ¡imagínense, oferta de libros! El estilo de librería que puso Zaplana sirvió de modelo a todas las demás.
Creo que sólo los Porrúa conservan el viejo estilo, que hace que los lectores tímidos no se atrevan a pararse ni en la puerta… (me acabo de enterar que hasta Porrúa va a cambiar su estilo).Con el tiempo, la pasión se volvió adicción. Poco a poco me fui haciendo de una bibliotequita, aunque temeroso de dependerle demasiado, regalo libros que ya no me interesan y me concreto a conservar los que más me gustan. Con el trabajo de la historieta tuve que leer algo más que novelas. En Los Agachados tocaba todos los temas posibles o publicables, así que empecé a leer cosas científicas, psicología, muchísimo de religiones (creo que tengo más de cien libros dedicados a la Madre Iglesia Romana), sociología, temas ecológicos, etcétera. Me he tenido que hacer de una biblioteca de consulta, que se usa cada vez más para hacer las tareas de mi hija. Pero sigo buscando y leyendo novelas como loco, descubriendo maravillosos escritores del tipo de Nabokov o Simenon, otros dos favoritos como Kurt Vonnegut, Norman Mailer, Doctorow, Doris Lessing y muchos más que da flojera escribir, porque mi máquina insiste en borrarlos o cambiarles letras.
Espero no lo haga en los casos de Benedetti o Vargas Llosa, García Márquez, Rosa Montero o Jorge Edwards, Bryce Echenique, Horacio Quiroga o Juan Villoro y la gran Poniatowska, de quienes soy fiel seguidor y leyente. Desde luego que se me olvidan un chingo y les pido perdón. Me despido, no sin antes agradecerle a Mauricio Achar (en paz descanse) sus Gandhi y sus Rebusques, sin los cuales me daría pánico acercarme a las librerías, así como a los libreros que pululan en Donceles, donde siempre encuentro maravillas en las mesas pobladas de ofertas. Muchos libros, claro, se me han perdido. Los presto cada vez igual que siempre, y por lo tanto, igual que siempre, no me los regresan. Otros se han perdido en las mudanzas, y otros más en los divorcios.
Me gusta más leer de noche, cuando puedo. A veces me siento mal por quedarme a ver una buena película, pero me consuelo pensando que a veces, muy pocas, una buena película es como un buen libro de novela negra o de aventuras, donde las descripciones literarias no importan tanto. Pero no creo que alguna vez hagan una película con un libro del maestro Cohetes. ¿Cómo que cohetes? ¿&*:%&*! computadora: ¡se escribe Coetzee! Bueno, le corto aquí a la hebra, o voy a acabar peleándome con doña Tecla, mi pc…
[1] Eduardo del Río, mejor conocido por Rius, es prolífico creador de más de 300 libros-comic que habla de temas de política, salud, historia y hasta de música. Es considerado piedra angular de la caricatura mexicana del siglo XX y es autor de las revistas Los Agachados, Los Supermachos, entre otros.

domingo, septiembre 18, 2005

¡Vaya multa!


A una usuaria se le olvidó devolver un libro, 72 años fue el retraso

En la Biblioteca Pública del Condado de Kenton (
www.kenton.lib.ky.us/), una usuaria sacó en préstamo un libro, su título "Les Miserables" de Víctor Hugo, la fecha de vencimiento que tenía el sello decía: 24 de septiembre de 1928, sin embargo algo sucedió que nunca sería devuelto ese libro. Y fue, que hasta 72 años después, logró ser devuelto por el nieto de aquella usuaria que dejó semejante edición olvidada en el desván de su casa.

La biblioteca pública de Kenton cobra actualmente diez centavos de dólar por cada día de atraso en la devolución de un libro, pero al recibir esta joya literaria, su repuesta fue de no cobrar absolutamente nada y condonar la deuda de préstamo al nieto de aquella abuela lectora. El staff de la biblioteca comenta que se trata de un ejemplar de la Antigua biblioteca Covington. La historia de esta biblioteca cuenta que en la década de los 20’s surgió la idea de cobrar el préstamo a domicilio, debido a que se necesitaban fondos para comprar más libros populares y acrecentar algunos servicios de la creciente biblioteca. Además de que fue el primer lugar del condado para que el derecho al voto otorgado a las norteamericanas fuera celebrado. Fue escenario de robos, por lo cual se elaboró una lista de todos aquellos usuarios que no devolvían los libros, misma que fue entregada por la bibliotecaria en jefe al departamento de policía. Al finalizar la década de los 20es, la biblioteca fue promovida formalmente a través de una nueva estación de Radio, la WCKY. Y una vez al mes (los sábados), se transmitía el programa "literary hour" conducido por un bibliotecario.

Macey Sullivan, empleada actual, comentó que "cuando me dijo que el libro había sobrepasado el plazo del préstamo en más de 70 años creí que me estaba haciendo una broma y que estaba intentando excusarse de una deuda de 30 o 40 centavos". La ficha de préstamo todavía estaba en la contratapa del libro consignando la fecha de la supuesta devolución.

viernes, septiembre 16, 2005

Extravíos


Por Gabriel Zaid

Mi biblioteca está formada de libros que pienso leer. Los libros que ya leí o que ya no leí (después de un tiempo razonable) los regalo. Por eso he tenido muchas bibliotecas, y en realidad ninguna. Tengo una colección cambiante de esperanzas de lectura.Hay quienes sueñan con tener detrás una biblioteca impresionante, para fotografiarse, para las visitas, para que se defiendan (o peleen) las viudas y los hijos.
Hay quienes sueñan con estar de vuelta de haber leído todo, o cuando menos las lecturas obligadas. Más de uno ha fantaseado con algún nuevo método, que permita ponerse los libros sobre la cabeza, para absorberlos por trasmisión directa al cerebro. Quizá algún día los libros se puedan inyectar. No estaría mal, para volver innatas las tablas de multiplicar, el directorio telefónico, las fechas históricas, los diccionarios, los idiomas, los clásicos, los autores de moda, los trofeos que demuestran que uno ha viajado.
Pero yo sueño con viajar.Mi sueño es desmesurado. Tener todo el tiempo del mundo para leer sin que me interrumpan. Viajar sin fin por la biblioteca de Babel. Perderme entre las selvas de libros y más libros como palmeras, como oleajes, como pájaros. Aventurarme en la maleza de párrafos interminables con garabatos espinosos, el piquete feroz de alguna errata, la resina de tintas olorosas en el guayabo del saber, el rumor atrayente de un argumento que no se sabe a dónde va, que desemboca en la felicidad de una playa inesperada. Alcanzar las sirenas dichosas en lo suyo, que sin embargo cantan para mí. Olvidarme, dejando mi cuidado entre los líquenes indescifrables

martes, septiembre 13, 2005

¿Cómo leo?


por Julieta Fierro

Leo mal, pero me encanta.Me costó muchísimo trabajo aprender a leer. Cuando finalmente lo hice caí en la cuenta de que es una de las cosas más extraordinarias de la vida, que permite viajar por los multiversos del conocimiento.
(El tecnicismo viene de la palabra que se usa ahora en cosmología para referirse no sólo al universo del que forma parte la Tierra y por supuesto nosotros, sino al conjunto de universos que existen de manera paralela al nuestro que evolucionaron antes y lo harán en el futuro.)
Regresando a la lectura, como para mí fue un esfuerzo enorme iniciarme en las letras, me doy cuenta de que se les puede dificultar a otras personas, por eso me preocupa tanto que en el sistema escolarizado no siempre se enseñe a leer con paciencia, tomando en cuenta las dificultades del otro y sobre todo procurando que sea de manera placentera.
Pienso que existen maneras de enseñar a leer para el disfrute y el acceso a la cultura por toda la vida, en varios idiomas a la vez; es cuestión de entrenar a los maestros, proporcionarles suficientes materiales didácticos, eliminarles burocracias innecesarias y pagarles bien. Por supuesto también sería necesario hacer una reforma educativa donde se ponga menos énfasis a la información y más en la formación.¿Cómo leo ahora?: acostada. Me gusta ponerme en la cama con dos almohadas en la espalda y una sobre la panza (que ha crecido tanto que tal vez en el futuro ya no sea necesaria la prótesis de plumas).
Tengo una lámpara en el buró y por fortuna todavía no necesito lentes para leer, así que me acomodo muy bien. La almohada de la panza es para sostener el libro a la altura justa y para darme calorcito. Cuando la lectura es apasionante, si me canso de esa posición me coloco boca abajo, o me voy a la sala y me siento en la mecedora, o sobre un sillón, recostada, subiendo las piernas en el respaldo. Si es día de leer me pongo la pijama, si hace frío agrego calcetines, bata y una cobija.No escribo sobre mis libros, siento que los daño. No me gusta leer donde hay ruido, por eso pienso que las bibliotecas públicas deben contar con cubículos para la lectura individual. También procuro escribir cédulas museográficas cortas y con letra grande, porque me desagrada leer entre bullicio y de pie.A la hora de decidir qué leer, me debato entre múltiples antojos y obligaciones. Procuro alternar.
Estoy suscrita a dos periódicos, La Jornada y Reforma (de éste leo la sección cultural). Recibo Letras Libres y varias revistas de divulgación de la ciencia, las que más me gustan son Scientific American y Science News. Me doy cuenta de que invariablemente voy postergando los textos que tengo que leer por obligación. El género que más disfruto es el de la novela, alterno textos en inglés, francés y español. Procuro comprar y leer los libros de los premios Nobel para tener una visión más integral de la literatura mundial (no digo universal por aquello de que algún día espero que descubramos extraterrestres alfabetos). También me agradan los relatos históricos y, por supuesto, la ciencia.Compro muchos más libros de los que puedo leer, así que tengo libreros llenos de tentaciones. He procurado acomodar los libros en orden alfabético. Un día, por darle una sorpresa a un enamorado, saqué cientos y los puse verticales, en fila, decoré todo con velas y flores, para que tirara uno y se cayeran todos los demás, uno tras otro.
Fue muy bonito, pero como hubo que desordenarlos para que funcionara el espectáculo, así los guardé. Ahora mis libros están en orden experimental o de pasión, como se quiera ver. Después de leer Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez, llegué a la conclusión de que debo ordenar mis libros conforme los he leído, pues esta organización ofrece la gran ventaja de recordarme mi propia vida, porque los libros lo siguen a uno y comparten nuestra evolución. Me desagrada mucho prestar un libro y que no me lo devuelvan, porque me gusta admirar mis ejemplares aunque sepa que no tendré tiempo de volverlos a leer.
Me encantan los libreros hermosos, rebosantes. Me fastidia que me entreguen un libro dañado, siento que es como si me lastimaran a mí. Si me prestan un libro y por alguna razón se maltrata, procuro comprar uno nuevo y devolver éste.Cada uno de mis libros tiene un ex libris con mi nombre: Julieta, el año de adquisición y, por supuesto, el nombre de quien me lo regaló. También tiene su separador: me gustan los del museo Metropolitano, Tane, los de flores, y los de arte.Me gusta ir a las librerías de las grandes ciudades estadounidenses, que cierran hasta muy tarde, y donde hay varios pisos de libros.
En muchas ocasiones he tenido que comprar una maleta adicional para poderlos transportar. Siento mucho que instituciones como la unam no tengan librerías de estas proporciones, donde además haya discos, revistas, sitios agradables y amplios para tomar café, presentar libros y leer, leer y leer. En México suelo ir a las librerías del Fondo de Cultura Económica. No me gusta ir a Gandhi, aunque voy, porque los empleados no siempre son amables. También compro libros en Amazon.
Evito las ferias del libro porque me agobio, aunque asisto con gusto a presentaciones y a impartir conferencias.He regalado muchos libros leídos; los de ciencia a mis alumnos, antes de que se hagan obsoletos, otros a bibliotecas. Por ejemplo, algunas de las novelas que compro durante mis viajes, y que no pienso volver a leer, las dono a la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, pues he oído que no siempre cuenta con suficientes novelas contemporáneas. Compro libros de ciencia para darlos en los programas de radio que conduzco. También obsequio libros a mis empleadas domésticas, así como a sus hijos, nietos y bisnietos. Me gusta regalar libros a quienes quiero con la esperanza de que disfruten las lecturas tanto como yo.

lunes, septiembre 12, 2005

La biblioteca errante


Por Juan Villoro

También para los libros hay nómadas y sedentarios. La estirpe de Abel, la estirpe de Caín. Admiro a quienes, como Alfonso Reyes o José Luis Martínez, han reunido vastas bibliotecas, entre otras cosas porque sé que jamás tendré una de ese tipo. En la Capilla Alfonsina me llamó la atención una silla hecha para leer sin interrupciones (atril para libros pesados, cenicero empotrado en un brazo, un hueco ideal para un vaso, una tablita para reposar los pies). Aquel mueble, diseñado por el autor de Visión de Anáhuac, era el emblema del sedentario perfecto. En su Historia de la lectura, Alberto Manguel celebra a quienes encuentran en la tipografía y la encuadernación estímulos sensuales equiparables a los mensajes de la letra.

Augusto Monterroso, por el contrario, escribió un manual de primeros auxilios para deshacerse de libros sin complejo de culpa. Quizás a causa del azar y la arquitectura moderna, necesito que los libros sean desechables, al menos como posibilidad extrema. La idea puede parecer bárbara, pero no podría juntar libros sin la opción de abandonarlos. En cambio, un tío mío reunió libros hasta asfixiar cualquier rincón de la casa; cuando su esposa le dijo que la situación era insostenible, él optó con la sensatez del bibliómano: se mudó a una casa chica y dejó los libros en la vieja casa. Para el coleccionista, el libro es un objeto que no necesariamente debe ser leído.

Si presta uno, le interesa más que se lo devuelvan a saber qué efecto tuvo la lectura.Hay un punto de expansión en que una biblioteca se vuelve imposible de leer por entero y se transforma en zona de consulta (Anatole France, coleccionista emblemático, se conformaba con leer la décima parte de sus libros). A partir de ese momento ocurren dos cosas: la compilación amerita ser catalogada y el dueño pertenece a sus libros.

A los nómadas (o a los meramente irresponsables), una biblioteca de esas dimensiones les suscita una sensación de definitividad tan incómoda como salir con una chica que se sabe de memoria la epístola de Melchor Ocampo.Aterrados ante la posibilidad de ancla que tiene una biblioteca, ciertos lectores nos resignamos a la cultura de lo insuficiente y la ligera economía de los ejemplares de bolsillo; vivimos con libros cuya cantidad y arreglo carecen de importancia y se mezclan con los papeles según el criterio de las papelerías de pueblo, en las que hay libros “por si acaso”.Walter Benjamin sucumbió a la pasión del coleccionista. Su biblioteca proliferó hasta que la tempestad de la historia lo convirtió en fugitivo. Cuando aún estaba en feliz posesión de sus libros, escribió el ensayo “Desempaco mi biblioteca”.

Ante las cajas cerradas y el aire enrarecido por el polvo, distinguió que toda compilación de libros es un caos a quien sólo el propietario confiere un orden. Determinada por la suerte y los caprichos, una biblioteca entrega el retrato, a la vez desmedido y trunco, de quien la ha juntado. Nadie congregaría esos volúmenes en favor de una universidad o una ciudad. Hijos de un apasionado desorden, los tomos llegan a los estantes en busca de unidad. La tensión entre las partes y el todo domina el oficio del bibliómano.Incluso el lector nómada se somete a esta dinámica cuando debe escoger una parte de los libros. ¿Qué trozo lo representa?

En Grecia, los camiones de mudanza se llaman “metáforas”, palabra que significa “traslado”, “ir más allá”. En el caso de los libros, los viajes obligan a un doble ejercicio metafórico: llevarlos de un lugar a otro y saber cuáles tienen suficiente carga simbólica para merecer el ajetreo.En vísperas de viaje, toda biblioteca se revisa con aire depredador. ¿Qué hacer con la recia novela de un amigo cuyo valor era afectivo hasta que nos insultó por hablar de Supertramp sin conocimiento de causa (algo sin duda injusto, aunque no tanto como adquirir conocimientos para tener causa)? ¿El cariño que le tuvimos sigue haciendo que su libro sea exportable? Cada tomo se somete a decisiones parecidas y desnuda la arbitrariedad de la colección entera.Hace tres años me mudé a Barcelona y ahora emprendo el viaje de regreso.

Con un ánimo que juzgué racional, escogí tres clases de libros para hacer el viaje: los fetiches, los útiles y algunos pendientes de leer. Cualquiera que haya cambiado de país conoce el violento idiotismo que llega cuando la vida no es sino un trámite para partir. Reisefieber, llaman los alemanes a este trance: “fiebre de viaje”. En esa alteración de la conciencia, ¿cómo distinguir un libro fetiche? Yo viajaría con Rayuela, seguro de no releerla nunca, pero atesorando la época que convocaba para mí la dedicatoria, tan extensa como uno de sus capítulos, hecha por un amigo que murió en el terremoto del 85 mientras hacía guardia en el Hospital General. ¿Cómo dejar atrás ese dramático ejemplar, que para mayor perturbación tenía el porte y el color de la caja negra de los aviones? Entre los fetiches, resultan imprescindibles los volúmenes subrayados con esmero, ideales para la relectura a saltos.

Sin embargo, por más juiciosa que sea la pedantería, siempre hay dudas. Borges, Kafka y Felisberto Hernández caben completos; con Nabokov y Calvino hay que sacrificar libros favoritos.Reuní los libros de trabajo según algún criterio que ya olvidé. Luego vino la parte más accidental: las asignaturas pendientes. Si empacaba La educación sentimental, estaría más cerca de leerla. La novela de Flaubert se convirtió en una motivación adicional para ir a Europa. Tres años después, es una motivación para regresar a México. El traslado por barco de los libros duró dos meses. Cuando abrí las cajas en Barcelona, el primer ejemplar con el que me topé se llamaba Enfermedades endémicas de la ciudad de México. ¿Qué clase de loco había elegido los libros? Enfebrecido por la mudanza, me envié a mí mismo un libro sobre lo que deseaba dejar atrás, una metáfora de lo que jamás abandonaría. Aquel título me atenazó desde la llegada. También los nómadas son retenidos por sus libros.

jueves, septiembre 08, 2005

El recinto del caos


Por Federico Álvarez
Hace unos días, durante el Congreso Internacional Hans-Georg Gadamer, que, a mediados de noviembre, se celebró en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, tuvimos ocasión de ver una fotografía y también un óleo del gran filósofo de la hermenéutica en su biblioteca. Sentí una gran satisfacción al verla.
Estaba tan desordenada como la mía. Debe ser un problema de conformación psíquica. O de incapacidad para adoptar decisiones drásticas. Una de ellas sería mudarme a un departamento mayor, pero, además de suponer una erogación económica de la que me encuentro incapacitado, sospecho que el caos se mantendría inconmovible.
La otra es más radical aún, aunque tiene más de un antecedente. Hace muchísimos años, en uno de los encuentros casi cotidianos con Ernesto Mejía Sánchez, en la Facultad, me dijo como la cosa más natural del mundo que había decidido deshacerse de todos sus libros sobre América Latina. Me quedé atónito. Era como deshacerse de dos terceras partes de su biblioteca. Jamás se me hubiera ocurrido semejante cosa. No obstante, al correr de los años, he pensado más de una vez en imitarlo, pero sin acertar a saber ni siquiera por dónde empezar.
Más recientemente mi sabio y admirado amigo Miguel León Portilla me hizo llegar una porción de libros de su biblioteca que su esposa y también excelente colega y amiga, Ascensión, me explicó como el resultado de un drástico desahogo espacial que en modo alguno tendría que agradecerles. Pero el problema es que un profesor no sabe nunca qué libro va a necesitar mañana para una clase, para una mesa redonda, para una ponencia, para… cuando presto un libro lo veo marchar con indecible angustia pensando en si no lo echaré de menos al día siguiente. ¿Cómo describir, pues, mi biblioteca?
En un cuarto, el de la computadora, tengo los libros mexicanos, latinoamericanos y españoles; en otro, “la biblioteca” propiamente dicha, los libros de ensayo, teoría de la literatura, filosofía, historia; en el pasillo, novelas, poesía; en la sala diccionarios y libros de consulta, colecciones de la unam y un nutrido librero de obras cubanas. Todos hasta el techo. en el dormitorio tengo un pequeño librero de cinco baldas clavado en la pared, que generosamente podría considerarse de estilo Chippendale, donde hay un conjunto heterogéneo de libros sin parentesco. Algunas primeras ediciones bien conservadas, alguna linda encuadernación, obras dedicadas, viejos libros ilustrados, obras “de cabecera”…, todo mezclado: La arboleda perdida, el Canto general, Cándido, de Voltaire, el Infierno, traducción de Mitre, los primeros libros de León Felipe (algunos anotados por él), La pipa de Kif, Obermann (precioso libro sobre el que siempre quiero escribir y nunca lo hago), Juan de Mairena, la vieja Histoire romaine, de Malet & Isaac, las Cien mejores poesías mexicanas, de Castro Leal, al lado de las españolas de Menéndez Pelayo, y hasta un divertido libro francés ilustrado de Grandes inventions… Me gustan los libros ilustrados. Conservo como un tesoro el Matias Sandorf, de Verne, que leí de niño, en aquellas ediciones de Jubera (tenía muchas) con estupendos y numerosos grabados en madera.
A veces me han hecho la pregunta sempiterna: “¿Y usted se ha leído todos estos libros?” Contesto pacientemente que no los he leído todos, pero a todos los conozco (además, ¿quién no ha leído muchos otros libros que no están en la biblioteca personal?). No pongo un libro en un anaquel sin haberlo antes hojeado, revisado los índices, subrayado algún término, anotado algo en la falsa final. Soy de los que, como Francisco Romero, el maestro argentino, prefieren los libros con márgenes amplios y unas cuantas páginas en blanco al final.
¿Dónde, si no, discutir con el autor? Los libros son instrumentos de trabajo. Se subrayan parcamente (incluso las novelas), con el mayor tino de que uno sea capaz y con un lápiz que hiera lo menos posible el papel (tengo amigos muy admirados —no digo nombres— que subrayan y marginan con pluma estilográfica y regla, y otros que lo hacen con un grueso lápiz rojo en trazos en los que se ve el ímpetu inteligente y la determinación); se escriben palabras al margen, abreviaturas codificadas personalmente, admiraciones, interrogaciones, líneas verticales; a veces una admiración y una interrogación juntas que quieren decir, con indudable petulancia: “¡dios mío, cómo es posible?”. Y, como quien organiza un tesoro, se va apuntando en las blancas finales un índice de materias propio.Es evidente que un libro así subrayado y anotado se devalúa, y, pensando en mis hijos y en el día que hereden mi biblioteca, estoy poco a poco encuadernando muchos volúmenes, tratando de darles un valor adicional. No todos; hay libros que es un pecado encuadernar.
Recuerdo que, hace muchos años, cuando se trató de evaluar la biblioteca de mi suegro Max Aub, poco después de su muerte, pedía auxilio a diversos amigos (y aprendí mucho).
Recuerdo que José Luis Martínez, amante fervoroso de los libros y poseedor de una de las más asombrosas bibliotecas que he conocido (otros: Alí Chumacero, Andrés Henestrosa), después de ver y rever aquellas ristras de lomos conocidos, me dijo con sabiduría salomónica: “Separa los cien libros excepcionales que hay aquí. Los demás, 30 pesos los que están en rústica y 100 los encuadernados.”
Me pareció de una cordura paradigmática y por eso encuaderno mis libros con cierta perseverancia (la que me permiten mis dineros), y tengo un encuadernador generoso, meticuloso y fiel que, por supuesto, se ha convertido en mi amigo. Pero no hay bien que por mal no venga, y las encuadernaciones están apretando las estanterías y los libros que tan bien conocía por el lomo se me pierden. ¡Ay, la biblioteca! Es como aquel joven del cuento de Chejov que, de visita a un pueblo en día de feria, le toca en una rifa una hermosa vaca lechera de la que, llevada atada con una soga, todavía a altas horas de la noche, dando vueltas por el pueblo, no sabe cómo deshacerse. Cuando me jubile, cuando deje de dar clases y empiece a escribir mis memorias (es sólo un modo de hablar) voy a hacer una fabulosa regalada de libros. ¡Qué maravillosa biblioteca de 500 volúmenes —Goethe no tenía más en Frankfurt— voy a tener entonces!

jueves, septiembre 01, 2005

El decálogo imprescindible : los derechos del lector



1. El derecho a no leer. La libertad de escribir no debe ir acompañada del deber de leer. Se evitará considerar a priori a cualquier individuo que no lee, un bruto potencial o un cretino contumaz.
2. El derecho a saltarse las páginas. Uno puede saltarse perfectamente los párrafos, páginas o partes del libro que no le interesan.
3. El derecho a no terminar un libro. Hay 36.000 motivos para abandonar una novela antes del final: la historia no interesa, sensación de haberla leído antes, no gusta el tema... ¿Un libro se nos cae de la mano? Que se caiga.
4. El derecho a releer. Se puede releer simplemente por el placer de la repetición, la alegría del reencuentro.
5. El derecho a leer cualquier cosa. Se pueden leer malas novelas. A cierta edad pueden estimular el saludable vicio de la lectura.
6. El derecho al bovarismo [1]. La satisfacción inmediata y exclusiva de las sensaciones. No porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose una cuchara de arsénico.
7. El derecho a leer en cualquier lugar. Un ejemplo vale más que mil palabras: el soldado Fulano se presenta voluntario para limpiar las letrinas. Es un trabajo despreciable pero rápido. Un cuarto de hora de bayeta le permite leer las obras completas de Gógol.
8. El derecho a hojear. Coger cualquier volumen de la biblioteca y hojearlo. Se puede abrir Proust, Shakespeare o Chandler por cualquier parte; seguro que proporciona cinco minutos interesantes.
9. El derecho a leer en voz alta. Leer en voz alta para uno mismo o para los otros es un ejercicio estimulante.
10. El derecho a callarnos. Absoluto derecho a no opinar sobre lo que se ha leído

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[1] Enfermedad de transmisión textual

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