jueves, septiembre 08, 2005

El recinto del caos


Por Federico Álvarez
Hace unos días, durante el Congreso Internacional Hans-Georg Gadamer, que, a mediados de noviembre, se celebró en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, tuvimos ocasión de ver una fotografía y también un óleo del gran filósofo de la hermenéutica en su biblioteca. Sentí una gran satisfacción al verla.
Estaba tan desordenada como la mía. Debe ser un problema de conformación psíquica. O de incapacidad para adoptar decisiones drásticas. Una de ellas sería mudarme a un departamento mayor, pero, además de suponer una erogación económica de la que me encuentro incapacitado, sospecho que el caos se mantendría inconmovible.
La otra es más radical aún, aunque tiene más de un antecedente. Hace muchísimos años, en uno de los encuentros casi cotidianos con Ernesto Mejía Sánchez, en la Facultad, me dijo como la cosa más natural del mundo que había decidido deshacerse de todos sus libros sobre América Latina. Me quedé atónito. Era como deshacerse de dos terceras partes de su biblioteca. Jamás se me hubiera ocurrido semejante cosa. No obstante, al correr de los años, he pensado más de una vez en imitarlo, pero sin acertar a saber ni siquiera por dónde empezar.
Más recientemente mi sabio y admirado amigo Miguel León Portilla me hizo llegar una porción de libros de su biblioteca que su esposa y también excelente colega y amiga, Ascensión, me explicó como el resultado de un drástico desahogo espacial que en modo alguno tendría que agradecerles. Pero el problema es que un profesor no sabe nunca qué libro va a necesitar mañana para una clase, para una mesa redonda, para una ponencia, para… cuando presto un libro lo veo marchar con indecible angustia pensando en si no lo echaré de menos al día siguiente. ¿Cómo describir, pues, mi biblioteca?
En un cuarto, el de la computadora, tengo los libros mexicanos, latinoamericanos y españoles; en otro, “la biblioteca” propiamente dicha, los libros de ensayo, teoría de la literatura, filosofía, historia; en el pasillo, novelas, poesía; en la sala diccionarios y libros de consulta, colecciones de la unam y un nutrido librero de obras cubanas. Todos hasta el techo. en el dormitorio tengo un pequeño librero de cinco baldas clavado en la pared, que generosamente podría considerarse de estilo Chippendale, donde hay un conjunto heterogéneo de libros sin parentesco. Algunas primeras ediciones bien conservadas, alguna linda encuadernación, obras dedicadas, viejos libros ilustrados, obras “de cabecera”…, todo mezclado: La arboleda perdida, el Canto general, Cándido, de Voltaire, el Infierno, traducción de Mitre, los primeros libros de León Felipe (algunos anotados por él), La pipa de Kif, Obermann (precioso libro sobre el que siempre quiero escribir y nunca lo hago), Juan de Mairena, la vieja Histoire romaine, de Malet & Isaac, las Cien mejores poesías mexicanas, de Castro Leal, al lado de las españolas de Menéndez Pelayo, y hasta un divertido libro francés ilustrado de Grandes inventions… Me gustan los libros ilustrados. Conservo como un tesoro el Matias Sandorf, de Verne, que leí de niño, en aquellas ediciones de Jubera (tenía muchas) con estupendos y numerosos grabados en madera.
A veces me han hecho la pregunta sempiterna: “¿Y usted se ha leído todos estos libros?” Contesto pacientemente que no los he leído todos, pero a todos los conozco (además, ¿quién no ha leído muchos otros libros que no están en la biblioteca personal?). No pongo un libro en un anaquel sin haberlo antes hojeado, revisado los índices, subrayado algún término, anotado algo en la falsa final. Soy de los que, como Francisco Romero, el maestro argentino, prefieren los libros con márgenes amplios y unas cuantas páginas en blanco al final.
¿Dónde, si no, discutir con el autor? Los libros son instrumentos de trabajo. Se subrayan parcamente (incluso las novelas), con el mayor tino de que uno sea capaz y con un lápiz que hiera lo menos posible el papel (tengo amigos muy admirados —no digo nombres— que subrayan y marginan con pluma estilográfica y regla, y otros que lo hacen con un grueso lápiz rojo en trazos en los que se ve el ímpetu inteligente y la determinación); se escriben palabras al margen, abreviaturas codificadas personalmente, admiraciones, interrogaciones, líneas verticales; a veces una admiración y una interrogación juntas que quieren decir, con indudable petulancia: “¡dios mío, cómo es posible?”. Y, como quien organiza un tesoro, se va apuntando en las blancas finales un índice de materias propio.Es evidente que un libro así subrayado y anotado se devalúa, y, pensando en mis hijos y en el día que hereden mi biblioteca, estoy poco a poco encuadernando muchos volúmenes, tratando de darles un valor adicional. No todos; hay libros que es un pecado encuadernar.
Recuerdo que, hace muchos años, cuando se trató de evaluar la biblioteca de mi suegro Max Aub, poco después de su muerte, pedía auxilio a diversos amigos (y aprendí mucho).
Recuerdo que José Luis Martínez, amante fervoroso de los libros y poseedor de una de las más asombrosas bibliotecas que he conocido (otros: Alí Chumacero, Andrés Henestrosa), después de ver y rever aquellas ristras de lomos conocidos, me dijo con sabiduría salomónica: “Separa los cien libros excepcionales que hay aquí. Los demás, 30 pesos los que están en rústica y 100 los encuadernados.”
Me pareció de una cordura paradigmática y por eso encuaderno mis libros con cierta perseverancia (la que me permiten mis dineros), y tengo un encuadernador generoso, meticuloso y fiel que, por supuesto, se ha convertido en mi amigo. Pero no hay bien que por mal no venga, y las encuadernaciones están apretando las estanterías y los libros que tan bien conocía por el lomo se me pierden. ¡Ay, la biblioteca! Es como aquel joven del cuento de Chejov que, de visita a un pueblo en día de feria, le toca en una rifa una hermosa vaca lechera de la que, llevada atada con una soga, todavía a altas horas de la noche, dando vueltas por el pueblo, no sabe cómo deshacerse. Cuando me jubile, cuando deje de dar clases y empiece a escribir mis memorias (es sólo un modo de hablar) voy a hacer una fabulosa regalada de libros. ¡Qué maravillosa biblioteca de 500 volúmenes —Goethe no tenía más en Frankfurt— voy a tener entonces!