lunes, septiembre 12, 2005

La biblioteca errante


Por Juan Villoro

También para los libros hay nómadas y sedentarios. La estirpe de Abel, la estirpe de Caín. Admiro a quienes, como Alfonso Reyes o José Luis Martínez, han reunido vastas bibliotecas, entre otras cosas porque sé que jamás tendré una de ese tipo. En la Capilla Alfonsina me llamó la atención una silla hecha para leer sin interrupciones (atril para libros pesados, cenicero empotrado en un brazo, un hueco ideal para un vaso, una tablita para reposar los pies). Aquel mueble, diseñado por el autor de Visión de Anáhuac, era el emblema del sedentario perfecto. En su Historia de la lectura, Alberto Manguel celebra a quienes encuentran en la tipografía y la encuadernación estímulos sensuales equiparables a los mensajes de la letra.

Augusto Monterroso, por el contrario, escribió un manual de primeros auxilios para deshacerse de libros sin complejo de culpa. Quizás a causa del azar y la arquitectura moderna, necesito que los libros sean desechables, al menos como posibilidad extrema. La idea puede parecer bárbara, pero no podría juntar libros sin la opción de abandonarlos. En cambio, un tío mío reunió libros hasta asfixiar cualquier rincón de la casa; cuando su esposa le dijo que la situación era insostenible, él optó con la sensatez del bibliómano: se mudó a una casa chica y dejó los libros en la vieja casa. Para el coleccionista, el libro es un objeto que no necesariamente debe ser leído.

Si presta uno, le interesa más que se lo devuelvan a saber qué efecto tuvo la lectura.Hay un punto de expansión en que una biblioteca se vuelve imposible de leer por entero y se transforma en zona de consulta (Anatole France, coleccionista emblemático, se conformaba con leer la décima parte de sus libros). A partir de ese momento ocurren dos cosas: la compilación amerita ser catalogada y el dueño pertenece a sus libros.

A los nómadas (o a los meramente irresponsables), una biblioteca de esas dimensiones les suscita una sensación de definitividad tan incómoda como salir con una chica que se sabe de memoria la epístola de Melchor Ocampo.Aterrados ante la posibilidad de ancla que tiene una biblioteca, ciertos lectores nos resignamos a la cultura de lo insuficiente y la ligera economía de los ejemplares de bolsillo; vivimos con libros cuya cantidad y arreglo carecen de importancia y se mezclan con los papeles según el criterio de las papelerías de pueblo, en las que hay libros “por si acaso”.Walter Benjamin sucumbió a la pasión del coleccionista. Su biblioteca proliferó hasta que la tempestad de la historia lo convirtió en fugitivo. Cuando aún estaba en feliz posesión de sus libros, escribió el ensayo “Desempaco mi biblioteca”.

Ante las cajas cerradas y el aire enrarecido por el polvo, distinguió que toda compilación de libros es un caos a quien sólo el propietario confiere un orden. Determinada por la suerte y los caprichos, una biblioteca entrega el retrato, a la vez desmedido y trunco, de quien la ha juntado. Nadie congregaría esos volúmenes en favor de una universidad o una ciudad. Hijos de un apasionado desorden, los tomos llegan a los estantes en busca de unidad. La tensión entre las partes y el todo domina el oficio del bibliómano.Incluso el lector nómada se somete a esta dinámica cuando debe escoger una parte de los libros. ¿Qué trozo lo representa?

En Grecia, los camiones de mudanza se llaman “metáforas”, palabra que significa “traslado”, “ir más allá”. En el caso de los libros, los viajes obligan a un doble ejercicio metafórico: llevarlos de un lugar a otro y saber cuáles tienen suficiente carga simbólica para merecer el ajetreo.En vísperas de viaje, toda biblioteca se revisa con aire depredador. ¿Qué hacer con la recia novela de un amigo cuyo valor era afectivo hasta que nos insultó por hablar de Supertramp sin conocimiento de causa (algo sin duda injusto, aunque no tanto como adquirir conocimientos para tener causa)? ¿El cariño que le tuvimos sigue haciendo que su libro sea exportable? Cada tomo se somete a decisiones parecidas y desnuda la arbitrariedad de la colección entera.Hace tres años me mudé a Barcelona y ahora emprendo el viaje de regreso.

Con un ánimo que juzgué racional, escogí tres clases de libros para hacer el viaje: los fetiches, los útiles y algunos pendientes de leer. Cualquiera que haya cambiado de país conoce el violento idiotismo que llega cuando la vida no es sino un trámite para partir. Reisefieber, llaman los alemanes a este trance: “fiebre de viaje”. En esa alteración de la conciencia, ¿cómo distinguir un libro fetiche? Yo viajaría con Rayuela, seguro de no releerla nunca, pero atesorando la época que convocaba para mí la dedicatoria, tan extensa como uno de sus capítulos, hecha por un amigo que murió en el terremoto del 85 mientras hacía guardia en el Hospital General. ¿Cómo dejar atrás ese dramático ejemplar, que para mayor perturbación tenía el porte y el color de la caja negra de los aviones? Entre los fetiches, resultan imprescindibles los volúmenes subrayados con esmero, ideales para la relectura a saltos.

Sin embargo, por más juiciosa que sea la pedantería, siempre hay dudas. Borges, Kafka y Felisberto Hernández caben completos; con Nabokov y Calvino hay que sacrificar libros favoritos.Reuní los libros de trabajo según algún criterio que ya olvidé. Luego vino la parte más accidental: las asignaturas pendientes. Si empacaba La educación sentimental, estaría más cerca de leerla. La novela de Flaubert se convirtió en una motivación adicional para ir a Europa. Tres años después, es una motivación para regresar a México. El traslado por barco de los libros duró dos meses. Cuando abrí las cajas en Barcelona, el primer ejemplar con el que me topé se llamaba Enfermedades endémicas de la ciudad de México. ¿Qué clase de loco había elegido los libros? Enfebrecido por la mudanza, me envié a mí mismo un libro sobre lo que deseaba dejar atrás, una metáfora de lo que jamás abandonaría. Aquel título me atenazó desde la llegada. También los nómadas son retenidos por sus libros.