El libro: puerta de luz
Andrés Henestrosa
La Biblioteca Andrés Henestrosa, ahora bajo la … custodia de Alfredo Harp, la formé a lo largo de ochenta y un años, adquiriendo hoy un ejemplar y mañana otro, generalmente en librerías de lance, o de segunda mano, o en puestos callejeros de libros viejos. Cuando comencé a formarla allá por el año 24 del siglo pasado, podía adquirirse con diez pesos lo que ahora no se podría con mil. Todos los domingos, a eso de las diez de la mañana, me iba a la antigua Lagunilla, que entonces se extendía desde la calle de Honduras a la de Argentina. Joyas, verdaderas joyas literarias, se adquirían por unos cuantos pesos cuando no centavos. Al volver a mi habitación, yo me encargaba de limpiarlos con amorosa paciencia.
Muchos estaban dedicados; algunos subrayados, y los conservaba hasta que conseguía otro que no lo estuviera: un libro subrayado ha de considerarse como un desecho, como un prenda que por el sólo hecho de estar herida de rayas es obra muerta. Algunos, al revenderlos me aliviaban de las penurias de aquellos días. De esa manera se me fueron de las manos preciosidades bibliográficas.
Cuando en 1936 salí para Estados Unidos becado por la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, los dejé encargados a tres personas: dos mujeres y un hombre. No diré el nombre de las señoras, pero sí, el del hombre. Era un poeta llamado Francisco González Guerrero. Cuando a los dos años volví a México, aquellos libros que habían quedado bajo custodia femenina ya habían cambiado de dueño, al igual que las guardianas.
El poeta González Guerrero, nombrado primer secretario de nuestra embajada en Colombia, al irse de México los dejó en el sótano de su casa; no obstante lo bien protegidos que se empeñó en dejarlos, aquel año, el 36, fue de grandes lluvias que inundaron el sótano en que se guardaron, y sólo se salvaron las cajas que estaban en lo más alto. Aquel resto fue la base de la biblioteca que logré formar de cerca de cincuenta mil volúmenes. En más de una ocasión perdí pequeñas bibliotecas al irme casi a escondidas de las casas en que yo viviera, con lo que queda dicho que no se perdieron y que la patrona, la hospedera, los vendía para obtener la renta que yo dejaba de pagar al irme. Cuando al casarme en 1940 ya tuve casa fija, se consolidó la biblioteca de la que ahora, a casi un año, me desprendí y que se encuentra hoy en la ciudad de Oaxaca.
Yo he dicho en alguna ocasión que el libro es una entidad de tal manera superior que, valiéndome de un juicio de Miguel de Unamuno: su sola presencia física instruye, desasniza. Primero la biblioteca que así formé era un lujo, un adorno, como estrellas de cielo en negra noche: un mero, repito, adorno, meras flores que alegraban las pequeñas y pobres habitaciones en que por años viví. Después, cuando en 1938 tomé el periodismo como trabajo, como medio para ganarme el pan, fue la biblioteca que por aquellos tiempos ya había formado fuente no sólo de inspiración, sino también arsenal de mi trabajo periodístico. Yo he leído muchos libros, centenares de libros, aun no sabiendo interpretar su contenido, lo que lejos de menguar mis lecturas auxiliaba a reducir mi ignorancia.
Tiene el buen libro la virtud de llevar al lector a poner de su parte aquel lugar que no entendió del todo, con lo que se conviertetambién, en un poco el autor de la obra que estuviera leyendo. No en vano he dicho alguna vez que la letra a tiene la vaga forma de un grano de maíz. Yo soy los libros que he leído, he dicho. Y es la mera verdad: la letra nos hace, es como un molde que nos da forma.
El libro a más de agrandar el mundo lo alegra, le resta la superficialidad. Ahora, cuando por los tres años que faltan no tengo cien años, sigo siendo el lector que solía: leo dos horas en la mañana y dos por la noche antes de apagar la luz y dormir. Ahora repito de memoria, y casi seguro de no equivocar el texto, una sencilla lección que memoricé cuando tenía cuatro años y medio. Dice en su arranque:
Es puerta de la luz un libro abierto,
entra por ella niño y de seguro
que para ti serán en lo futuro
dios más visible,
su poder más cierto.
El ignorante vive en el desierto,
donde es el agua poca, el aire impuro.
Un grano le detiene el pie inseguro,
camina tropezando, vive muerto.
En esa de tu edad abril florido
recibe el corazón las impresiones
como la cera al toque de las manos.
Estudia y no serás cuando crecido
ni el juguete vulgar de las pasiones,
ni el esclavo servil de los tiranos.
Hay en los versos transcritos una grande y muy lúcida verdad.
Ahora, cuando hombre casi centenario abro un libro, vuelvo a ser el niño de cuatro años y medio que memorizó los versos transcritos, y vuelve a iluminarme aquella primera lección.Son mis libros preferidos aquellos que más trabajo —que luego fueron alegrías—, me dieron interpretarlos. Ayer, nomás, acabé de leer, digamos que por décima vez, La divina comedia, cuya primera lectura fue en 1923, en un ejemplar de los clásicos vasconcelianos. Tiene la relectura un encanto: lo devuelve a uno a los años juveniles en que se leyeron por primera vez. Rejuvenece quien relee.Pero hasta aquí. Y quede para otro día, contar cómo devine el insaciable y voraz lector que sigo siendo.
|
<< Principal