Lector impenitente
Por Javier Aranda Luna
Leer es escoger, recoger, seleccionar. Por eso el arte de la escritura comienza cuando un desconocido da peso y forma, tiempo y volumen al mundo que el escritor sólo pudo vislumbrar. Los grandes escritores saben que su magia, a final de cuentas, es menor: una chispa apenas que sólo agiganta el lector, aquel que termina de escribir el poema, la novela, el cuento, la historia. Novela, cuento, poema o historia que el lector escogió.
También leer es conversar, invocar a los muertos y a los que, vivos, nunca hemos visto. El lector, con los signos negros de una página recopila, reconoce, hace memoria, lucha contra el olvido o descubre nuevas tierras, nuevos filos de las pasiones para diseccionar sus horas que hacen días, que hacen meses, que hacen años. Quien lee invoca a los sueños, registra lo indecible, marca, señala, detiene, persigue. Porque el que lee es un perseguidor, un constante inconforme. No le basta el mundo, va en busca de otros, habita en otros y allí sufre o se carcajea, vive la angustia en una jungla que nunca ha visto. El lector nunca sabe a dónde va en los mundos que escoge e invariablemente desconoce su pasado.
Aunque la escritura es hija de la convención y la sostienen reglas, estructuras, significados, la letra, que nadie modifica siempre cambia con el tiempo, con el gran hechicero. Pero curiosamente pese al tiempo y sus transmutaciones seguimos leyendo a Homero, Shakespeare y Cervantes, a Cicerón y al autor del Génesis, al redactor del Gilgamesh, al oscuro Baudelaire o a Hugo, quien supo que sus causas eran siempre las causas perdidas, o a la monja de Nepantla, Sor Juana, a quien la siguen escogiendo nuevos lectores. Y los nuevos y los antiguos lectores de todos ellos vieron o construyeron mundos, imágenes, voces distintos en cada uno de ellos y lo siguen haciendo. En mi Sor Juana, por ejemplo, no cabe la cocina y en mi Biblia no existen las genealogías.
Pero además de los grandes misterios de la lectura existen otros más pedestres. Si no cómo explicar que ''grandes" autores de otros tiempos hoy sean polvo o motivo de curiosidad académica. Dudo que un lector medio de nuestros días conozca la obra de 50 por ciento de los Nobel de literatura. Pero sería injusto medir el mérito de un escritor por sus galardones. ¿Cuántos escritores vivos en realidad están muertos desde hace tiempo aunque blandan oros y diplomas, y cuántos desarraigados del mundo de los reconocimientos animan, como pocos, la mesa de la cultura? El mundillo literario, la feria de egos nunca será buen termómetro para medir la temperatura de un libro ideal ni será un misterio que a los hijos del coctel literario se los lleve el viento.
El poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda acaba de publicar bajo el sello editorial del Fondo de Cultura Económica, Lector impenitente. Este libro es una bitácora de viaje por los mares de la literatura hispanoamericana y a la vez una carta de navegación. Comparte descubrimientos y nos propone una ruta. Porque aunque toda lectura es indivisible y de hierro, Cobo Borda sabe que la palabra escrita o leída termina por darnos una patria. Patria que fijan y modifican escritores y lectores al abrigo del tiempo. Esta tarea conjunta nunca termina. Por eso los escritores mortales cumplen su ciclo, pierden volumen, dimensión y peso, y los inmortales resucitan cada tercer día.
Sobra decir que no comparto todos sus juicios ni todos sus entusiasmos. Tampoco muchas de sus omisiones. Qué importa. Leer es conversar y la conversación de Cobo Borda en este libro anima la mesa de la cultura.
Aparecido en: La jornada mayo 11, 2005 (Cultura)
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