La Anciana
(cuento)
Llegué a Querétaro por la mañana, entregué los documentos y salí enseguida en busca de una biblioteca.
La encontré con facilidad, a pesar de no hallarme en la capital del estado los servicios con que contaba estaban en perfectas condiciones. Tomé una de las dos computadoras que había en el lugar y busqué la información que requería.
Lentamente se acercó una señora de avanzada edad y balbuceó algo en un dialecto desconocido para mí, ante mi evidente sorpresa dirigió su mirada hacia la pared mientras decía: «debería haber más, está todo tan vacío».
Enseguida noté algo que mi prisa me hizo ignorar cuando entré, medio papel azul sobre la pared con el dibujo más perfecto que jamás hubiese visto, todo estaba allí, los dos lectores sobre las apolilladas mesas del fondo, las dos computadoras empolvadas con el extraño visitante, mi maleta, lentes, libros, todo, detallado con tanta cautela que más que un dibujo hecho a lápiz asemejaba al producto del fotógrafo más disciplinado de la época.
Admirado le pregunté por el nombre del autor de semejante obra de arte, «soy yo» contestó la anciana, mientras de entre su vestido sacaba otros dibujos igual de admirables, tocarlos era sentirlos, querían salir del papel, moverse.
Nadie me creyó esa historia cuando la conté por primera vez y aún conservo el dibujo que me regaló, se mueve, cambio de hoja y sonríe, puedo tocarlo y sentir sus labios, su ropa, su frío.
Cuando me lo entregó dijo inexpresiva «hay cosas peores que morir, imagina quedar atrapado por toda la eternidad entre un montón de libros viejos».
Me pidió que saliera de ahí y abordara el primer autobús sin importar el destino, a cambio de eso me entregó el dibujo.
Me hizo prometer jamás mostrárselo a nadie y mantuve mi promesa desde ese día.
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