lunes, febrero 06, 2006

El árbol y su sombra


Por: Manuel Matus Manzo. Ganador del III Concurso Nacional Historias de Lectura.



Quiero referirme a las dos caras del papel: quien escribe y quien lee. El árbol es lo escrito, quien lee, es su sombra. Me hice lector y por eso mi vida ha dado vueltas y saltos para cambiar de actitud frente a todo, a la vigilia y al sueño, al ocio y al trabajo.

Todo comenzó desde que fui a la escuela primaria, todo el problema y el dilema que vino a ponerme en dos pedazos ya para siempre y sin remedio. Fui enemigo de la escuela y no se me ha quitado, ni barriendo el pasado. Sucedió, y si no, lo hubiera lamentado porque no hubiera podido ver lo que después vino y lo que me hizo avanzar, salir, ir como Ulises a buscar fantasías por islas y aguas no muy claras.

Sentí que de pronto había renunciado a la memoria, o más bien que nunca la había tenido; me lo dieron el espanto, el miedo de pasar la raya y ser otro. Pero lo que no pudo la escuela, lo pudo la lectura donde me recuperé.
Tres veces me inscribieron en la escuela primaria y no me quedaba porque aborrecía el ambiente: los otros niños, el maestro, el director, el salón de clases. ¿Y qué quería en contraparte? El campo. Era mi libertad la que estaba de por medio; peleaba por ella o temía el cambio de ambiente. Sólo quería el río, el monte, el olor de la milpa, inventar juegos, ir tras el surco, tener el machete en la mano, perseguir las iguanas.

Hasta entonces también conocía el libre olor de la cocina, es decir, de la tortilla; el aire sobre el pasto verde, y ningún olor artificial del pueblo. La casa grande era de palma y barro, llena siempre de mazorca y zacate; era un gran palacio donde podía jugar a esconderme en las troneras. La cocina, también de palma, y las paredes de trozos del palo de palma, arriba siempre estaba negra del tizne del horno y del fogón; de los olores provenía el hambre y de las manos de mi madre el cuidado de saciarnos las necesidades. Dentro de la cocina había una gran tinaja de barro rojo; sobre el agua recuerdo un sapo navegando con los ojos abiertos, y de esa agua bebíamos.
Recuerdo un cuaderno doblado en mi bolsa delantera.

Recuerdo una bandera en el asta al amanecer.

En el rancho no había cuadernos ni libros (nunca imaginé la existencia de una biblioteca, sino hasta mucho después), ni mis padres sabían leer ni escribir. Ese era un don y un arte no para ellos, y sin embargo, todo lo sabían, todo lo contaban, por eso estoy hecho de palabras, las de ellos. Algo me duele no haber conocido desde entonces una biblioteca, me duele también el Quijote frente a los molinos de viento, ya tirado en el suelo; ¡Tan simple la cosa!, carajo; o el regreso de Melquiades a Macondo.

Pero un día la decisión fue que el niño debía irse al pueblo para entrar a la escuela. Yo no lo supe, me llevaron sin preguntarme. Median cinco kilómetros del lugar, muy corto, porque después los hice caminando dos veces al día. Sentí que el lugar no era para mí y entonces, sin decir nada a nadie, tomé el camino de regreso. Me buscaron por todos los rumbos, creyeron que me había perdido, pero tan pronto subí a una carreta, me quedé dormido y me llevaron hasta la puerta de mi casa.

Una mañana pasó por la casa una bayunquera (vendedora) llevando sus productos en canastos sobre la cabeza y la cintura y escuchó mis necedades, fue acomodando sus cosas, cansada de caminar; entonces dijo con voz regañona y firme: debe aprender a leer y escribir este chamaco, aunque sea para que le haga cartas a la novia. Me parece que la sigo escuchando cuando leo, debe ser así; no recuerdo su rostro, pero sí su voz.

Mis padres no se dieron por vencidos, hicieron el segundo intento para llevarme a la escuela rural de las rancherías, a tres kilómetros de la casa; me acercaron, pues veían que no tomaba en serio las cosas. Fue sabio y sensato. Caminé dos veces tres kilómetros diarios entre el lodo y el pasto en la época de lluvias; entre el polvo caliente del camino cuando fue la época de secas, mirando la trilla de las culebras que cruzaban de un lado a otro. Nada desagradable recuerdo de aquellas caminatas, sino por bien de la soledad de andar, mirar y llenar mis ojos de pájaros y el cielo sobre mi cabeza, como el sol también que me hacía sudar en las combas del camino, que ya no están ahora sino dibujado entre mis venas. Me dio la oportunidad de conocer otros caminos e imaginar los lugares de los duendes y los espíritus.

Vino luego que habían pasado los primeros años, un dichoso tercer intento, volverme al pueblo, inscribirme otra vez. Para entonces ya tenía diez años. Pero seguía sin comprender para qué la escuela, incluso así me pasaron a segundo y luego a tercero. Debió ser entonces cuando por primera vez recuerdo haber leído algo. ¡Ya sabía leer! Debe ser entonces más o menos cuando supe que la escuela servía para algo, para leer. Lo curioso es que no lo supe propiamente por la misma escuela, sino por otro hombre, mi verdadera escuela. Creo que quería probarme, aunque en verdad era un enorme animador a la lectura; entonces me dio poemas, tal vez de Darío y de Díaz Mirón. Cuando me dio La navidad en la montañas, de Altamirano, entonces me supe alguien, ya andaba por los catorce o quince. Luego vino María, de Isaac. Ahí me sentí lector y hasta creí escribir poemas y cuentos.
Sebastián Toledo se llamaba, era mi tío político, blanco de cuerpo y alma, como sus cabellos, casi sonrosado del rostro. Es más bien de él de quien debería hablar aquí porque él fue quien verdaderamente cambió mi visión de la escuela y con ello de las cosas para hacerme querer los libros, la lectura, la literatura. Desde entonces jamás he dejado de adquirir libros. El primero que compré con mi propio dinero fue la Divina comedia, tal vez el Purgatorio, en los portales del parque de Juchitán, la primera vez que salí de mi pueblo. He robado y me han robado libros, cuando estudiante en la Ciudad de México sobre todo.

Sebastián Toledo me pagaba para ir a sembrar con él, para ir a leñar, para ir a pizcar la mazorca, para ir a cuidar su milpa. El sabía que me gustaba escucharlo, me encontró inocente y mientras iba con la yunta y el arado, declamaba, unas veces, otras llevaba el cuento en la boca, pero nunca dejaba de hablarme, me consideraba alguien digno de sus palabras. Me decía de Verne, del Quijote reía como si él mismo fuera tal personaje.

El había estudiado hasta el tercer año en una escuela en Juchitán en los tiempos de la revolución, de querer se hubiera ido a la Ciudad de México y otro hubiera sido su destino. Pero siguió leyendo. Cada quien está hecho para ser lo que es. Era un verdadero poeta y cuando lo recuerdo, pienso que vive en un libro y que de ese libro sigo sacando cosas pero que es él quien me está diciendo, hablando, dictando y yo escribiendo.
Lo más grande que escuché de él, eran sus recuerdos tan perfectos, lo que podíamos llamar tradición oral; tenía una memoria prodigiosa, del tiempo y las pesonas y los lugares. Nunca supe si otras personas pudieron escucharlo como yo lo hice y no dejé de escucharlo hasta el día de su muerte, cuando yo estaba a muchos kilómetros de distancia, en una soledad en que ya no dormí en toda la noche cuando lo supe y pude llorar en una soledad absoluta. Estaba leyendo el Ulises de Joyce, en alguna página donde encontré la palabra "alcaraván".
Me encontraba entonces en El Paso, Texas, haciendo la maestría en Literatura. El también murió solo en su casa cuando mi tía ya había muerto. Solo. Como el alcaraván que muere de tristeza, dice nuestra tradición oral.
Muchas veces solamente hablaba el zapoteco y yo me dejaba llevar porque creo que muy bien nos entendíamos, entre el surco, a la orilla del río a la hora de ir a bañarse. Creo que al declamar a Díaz Mirón trataba de ser el mismo Quijote a quien de otra manera se parecía, más que físicamente, por su inocencia de ser y afrontar las cosas. Por él supe la existencia de los cuentos y cuando comencé a escribir no hice más que lo que de él había escuchado. Por él supe que las "mentiras" las hacían hombres de carne y hueso, y él me hizo de saber de Isaac Mongelino López, un zapoteco que supo cultivar en su lengua esta especie de subgénero, como padre del cuento zapoteco y moderno. Luego, yo mismo he recogido una serie de ellos.

Al salir del pueblo me di cuenta que ahí hay una conjunción de lenguas que se mezclan en el hablante: el español (castellano antiguo), el náhuatl, el zapoteco, el huave y el zoque. Son palabras pero se unen en la expresión y dicen mucho, y uno es todas esas palabras, que dan ideas, imaginación.

Cuando llegué a la Ciudad de México a los veinte años y con la secundaria triunfante, compré libros, trabajé y compré libros, de todo: poesía, cuento, novela, etc., no recuerdo cuáles porque una vez, en la Casa del estudiante, en un asalto se llevaron todos. Tenía ahí Piedra de sol de Paz, López Velarde, Altamirano, Cervantes, creo. Siempre andaba en las librerías, no para comprar; importante era tocar los volúmenes. Perdí mucho tiempo estudiando y no recibí una orientación para leer o escribir; no encontré a otro Sebastián Toledo, pero me apliqué y probé que a pesar de todo, podía escribir. Nunca me propuse conocer a escritor alguno, estaba más bien empeñado en encontrar trabajo y sobrevivir. Seguía leyendo, escribí cosas a escondidas que luego despreciaba y no me sentía seguro, ni sabía que pudiera lograr algo determinado.

He andado con un pie sobre el suelo y con el otro en la banqueta. Como decir, parte de la vida en el campo y parte en la ciudad. De las cosas que después de ser lector me di cuenta, cada letra leída es como un grano de maíz comido, cada verso leído es como cada surco puesto. Cultivar la tierra es cultivar el espíritu, de ahí la palabra, dice Paz.

Más he podido elucubrar por la lectura. Mi pueblo tiene nombre de libro, decir un libro es decir un sueño, pero lo he descubierto por Borges, por Dante o por Quevedo. Se llama Ixhuatán, en náhuatl, y en zapoteco Guidxiyaza, que es el lugar de hojas. Guidxi es pueblo o lugar, y yaza es hoja. De hojas es un árbol o un libro en todo caso. Hoja de mazorca, de palma, y de libro también. Pienso en un libro hecho de hojas, pienso en un pueblo hecho de hojas y de letras, de granos de maíz. El pueblo de papel. Puede ser si lo sueño. Un libro, un pueblo. El libro tiene personajes, el pueblo también; ¿sería yo uno de ellos? Si así fuera, yo estaría contando lo que soy en tal libro. Yo estoy hecho de infinitas letras, de infinitos granos de maíz. De letras y de maíz me he alimentado.

Tal vez y sin querer, Sebastián Toledo me estaba preparando para ser un personaje que él sigue creando, quizá en el purgatorio, o en el paraíso; me oculto del infierno. Cada vez que veo crecer la milpa, renazco. Digo que él me condujo, me indujo a ser el personaje que nunca me dijo, pero leyendo lo descubrí. Como personaje de ese libro-pueblo me conduzco ahora para escapar de él, cosa menos que imposible. Pero es eso lo que me mantiene, la raíz de donde agarro, de donde me sostengo cada vez que veo peligrar mi circunstancia. Uno vuelve a la raíz para no caer, para sostenerse ante viento y las adversidades.

Si escaparme no he podido al menos la lectura me ha dado esa manera de reconocer el pueblo, la región, la casa o lo que es lo mismo, la madre que vivo para ser alguien dentro de las páginas y no poder salir. No saldré nunca. Nunca un personaje logra salir del lugar al que el autor lo destinó. Puede ser que he sido soñado por mis antecesores, como dice Borges, pero es más seguro por alguien que inventó el libro y me soñó para él, para moverme en sus páginas. Lo que hago simplemente es el tiempo que el otro me da en su sueño. El sueño del otro es lo que importa. Si algo escribo, es porque el otro lo sueña antes que yo y me lo da, me lo regala. Debe ser él, y su arado.

Es cierto, de lector he pasado a escribir cuentos, algunos versos dictados por mi autor, que nadie lee sino hasta que entren al libro donde estoy. Por la lectura he dado clases, por la lectura he obtenido una beca, por la lectura he estudiado, de la lectura vivo. Trabajo en una universidad complaciente que me ha dado tiempo para leer y escribir y para comprar los libros que he perdido, para hacer talleres y hacer otros lectores. Después de las lecturas, la luna no es la misma ni el cielo ni la tierra ni Venus ni los cangrejos ni los surcos ni la milpa ni el maíz ni mis manos ni el colibrí ni los enanos ni la lluvia ni los lugares ni las frutas ni las hormigas.

Mi primer gran trabajo que no fuera de obrero, lo obtuve por escribir una sola página a mano y creí que me habían contratado para leer, y no. Me molestaba que no fuera así; pero cuando estuve en un taller literario me di cuenta de que podía escribir. Quería leer todo al mismo tiempo, me creí en verdad personaje de lo que leía. Cada cosa escrita es como repetir el mismo personaje, es decir, el mismo que ya está en el libro y que otro ha hecho.

Los caminos y lugares que antes caminé, los renglones, es decir las páginas del libro donde sigo leyendo: por la lectura he llegado a la conclusión de que son un territorio de fantasmas, de hombres y mujeres muertos en otros tiempos y que por las tardes salen, se despegan de los árboles donde se ocultan, para ir a andar por esos mismos caminos. Me lo han con- tado, que ven personas, solas y muchas, en semana santa, en días de muertos, en Todos Santos, en pascuas, en las tardes y en las noches. No los he visto, pero siento que están junto a mí, que sin decirlo han llegado a apostarse en cualquiera de las páginas del mismo libro. Sólo por la lectura los he descubierto, pero los miro siempre cuando ya se han ido. Pregunto y me dicen que los acaban de ver por tal y cual camino, rumbo al bajadero, rumbo a las piñuelas, rumbo a los piñones, rumbo al palo blanco, van y van, andan y andan; el viento los lleva.

Ellos son hombres sin sombra. No los voy a reconocer, porque igual, estoy hecho de lo mismo que ellos. El árbol no se mueve, se mueve su sombra.
¿Qué me ha dado la lectura entonces?
Me ha dado ver el sueño del libro donde un día fui puesto, para andar entre sus páginas.