martes, enero 24, 2006

Mis libros, mis hermanos


La biblioteca del hombre feliz
por Vicente Quirarte

Desde que tuvimos uso de razón nuestra casa estuvo habitada por libros. Eran nuestros hermanos, pero entonces no lo sabíamos. Más bien nuestros hermanastros, porque recibían mayores mimos y cuidados de los que mi padre tenía con nosotros. Algunas fotografías de aquella era remota muestran el único lujo de nuestra modesta vivienda en el corazón de la Lagunilla: el generoso librero de caoba que guardaba los Balzac al lado de Justo Sierra, los Baudelaire junto a los Carlos Pereyra que mi padre adquiría con pasión bibliómana y bibliófila. Para él, un libro era un significante y un significado, un continente y un contenido. Libro sin encuadernar no es libro, afirmaba con Vasconcelos, y dedicaba su sueldo de talabartero y profesor a engalanar a sus hijos predilectos. Luego fue la época de fervor hacia la reforma y la intervención francesa: se dedicó a adquirir primeras ediciones de la gran década nacional, tanto en sus fuentes nacionales como extranjeras. Unos llegaban vestidos en sus encuadernaciones originales; otros ingresaban maltrechos y heroicos como el ejército liberal, forjado al compás de la lucha, y mi padre se encargaba de restaurarlos con un amor que compensaba a su impaciencia.
Mi madre era su mejor aliada, y aunque los libros estaban hasta en la cocina, jamás protestó contra la invasión de esos bastardos. Para colmo de males, mis hermanos y yo engrosamos sus filas cuando llegábamos con nuevos habitantes a la casa, luego de nuestras excursiones en librerías de la Avenida Hidalgo: humildes ediciones de Julio Verne y Conan Doyle en papel ácido —mejor si eran usados— y que a nosotros nos parecían tesoros. Mis primos nos preguntaban, desconcertados ante nuestra alegría: “¿Para qué compraron tantos libros? ¿Se los pidieron en la escuela?” Mis hermanos y yo conservamos algunos de esos primeros compañeros de viaje, que se convertirían en permanentes. Si bien eliminamos nuestros originales y humildes paper-backs olientes a humedad e infectados seguramente por todos los parásitos del mundo, nos fuimos volviendo selectivos. Descubrimos en las Lomas de Chapultepec un curioso lugar llamado Caza-Libros, cuyo fondo se enriquecía con donaciones de estadounidenses avecindados en México. Debido a tal circunstancia, los precios eran irrisorios, y como adolescentes podíamos conseguir primeras ediciones de Henry James o una de Malcolm Lowry anotada por su igualmente etílico dueño anterior. O aquella edición de Edgar Allan Poe, de 1927, dedicada por sucesivas personas a sus afortunados poseedores.
Cuando nos mudamos a la colonia Roma, lo hicimos ya no con una sino con varias bibliotecas. Cada uno de nosotros llevaba sus libros, como los huesos de los Amadises. Como la casa exigiera reparaciones mayores y habíamos ingresado a la preparatoria, la autoridad paterna decretó: “De hoy en adelante no les compro ni un par de calcetines. Pero pueden firmar todos los libros que quieran en Porrúa”. Ese fue el inicio del trato y la amistad con el entonces joven y ya sabio José Antonio Pérez Porrúa que, como todo librero que se respete, atendía a los clientes tras el mostrador, al igual que el resto de la infantería. Con el paso de los años, me doy cuenta de que aquellas visitas en que mis amigos me orientaban y me seducían con nuevos libros, fueron el último vestigio de las tertulias que hicieron de las librerías sitios de reunión y mentideros políticos. También me he enterado de que Joaquín González Casanova fue aún más privilegiado: tuvo acceso a los lugares ocultos donde se hallaban rarezas bibliográficas.
Mi padre me enseñó a amar los libros no sólo por sus contenidos sino por sus acabados. Gracias a él supe lo que eran las familias tipográficas, el relieve de la impresión en linotipo, las bondades de la interlínea, las tramas del papel, las marcas de agua. Era capaz de adquirir un libro aunque estuviera en un idioma que él no leyera, sólo debido a su belleza. Alguna vez lo sorprendí, en compañía de un amigo, acariciando con los ojos cerrados las formas de Marylin Monroe en una edición alemana, cosa que no permitía la española que tenían al lado. La edición, se entiende. Gracias a ese fervor, pudo lograr que los libros dedicados a la muerte de Benito Juárez, en 1972, preparados por la Gran Comisión de la Cámara de Diputados, tuvieran un papel pesado, una encuadernación austera pero digna y unos márgenes generosos que hacen de la lectura un doble placer.
Sucedía también que a veces yo llegaba mi cuarto y, al buscar un libro, no lo hallaba en su sitio. Tenía que ir a la biblioteca de mi padre a rescatarlo, a veces con verdadera audacia y sin que se diera cuenta. En venganza, él hacía lo mismo, o entraba en mi habitación a pasar revista de los libros suyos que yo había tomado. Algunas de esas expropiaciones temporales se volvían permanentes. Mi padre murió el 13 de marzo de 1980. Era enemigo de deshacerse de sus libros, pero había logrado vender a un precio adecuado una edición en cuatro tomos del Émile de Rousseau. La cantidad que recibió fue la misma, peso por peso, que sirvió para pagar su funeral. Como todo académico que se respete, fue víctima de los libreros de usado. En una ocasión le dijo al célebre don Ubaldo, cabeza de una estirpe aún hoy, por fortuna, en actividad: “Ahora sí me lo agarré. Este libro cuesta mucho más.” Imperturbable y sonriente, don Ubaldo respondió: “Vaya una, don Martín, por todas las demás veces en que me lo he fregado.”
Tarde o temprano, el libro se rebela contra quien cree ser su poseedor. No hay bibliófilo que no se queje de los demasiados libros que dice Gabriel Zaid, ya no los escritos sino aquellos a los que uno tiene la obligación de dar casa, comida y sustento. Tras la muerte de mi padre vino el sismo del 85. La zona alrededor de nuestra casa era la devastación completa y tuvimos que dejarla temporalmente, al igual que otros romanos. Los libros se convirtieron en una carga y, aunque no lo confesáramos abiertamente, mi madre y mis hermanos llegamos a pensar en donarlos o venderlos.
Por fortuna, fuimos iluminados por el espíritu de la reforma y tuvimos el instinto para recordar a Melchor Ocampo. A punto de ser fusilado por una guerrilla conservadora en su hacienda de Pomoca, hizo testamento, en el cual estipulaba que sus libros deberían ingresar al colegio de San Nicolás Hidalgo, pero que sus amigos selectos podían hacer un previo escrutinio para llevarse los que más les gustaran. De común acuerdo, así lo hemos venido haciendo con la biblioteca de Martín Quirarte. Un libro encuentra, tarde o temprano, a su verdadero dueño, y así hemos ido repartiendo aquellos libros que, anotados minuciosamente por mi padre, encuadernados con grandes sacrificios, llegan a nuevas generaciones de lectores, inclusive a los enemigos naturales del libro y los amantes de la fotocopia y la información bajada de la red. No siempre fue un hombre feliz pero lo era cuando tuvo la biblioteca que soñó desde joven, pero también porque siempre supo compartirla con sus alumnos. No sólo consultaban los libros en nuestra casa, sino tenían el privilegio del préstamo a domicilio. Sobre todo las alumnas. Cuando murió, los devotos y auténticos intentaron devolverlos. Los pícaros, más inteligentes, conservaron su herencia. A todos los alcanza la convicción de que la biblioteca del hombre feliz es, como la del redimido gigante egoísta de Oscar Wilde, aquélla que no poseemos ni nos posee, sino la que nos hace libres, la que al repartirse no se mutila sino se nutre en los otros y conserva el entusiasmo y la alegría de su dueño original.