martes, julio 12, 2005

Tabaco y letras

Los oyentes y los lectores, escuchan o leen no para saber vuestra opinión, sino para sentir la repetición de la propia.

Savage-Landor


En las fábricas donde el tabaco cubano adquiere su forma definitiva muchas manos tuercen la aromática hoja acompañadas por el rítmico sonido de la voz del lector de tabaquería, que lee las noticias del periódico o una novela y para que lleguen a manos de los fumadores, los puros tienen que experimentar todo un proceso que va desde el campo hasta la comercialización. Es en la fábrica donde el puro cubano adquiere su forma definitiva, allí decenas de manos tuercen la aromática hoja que como el son, el ron y el azúcar identifica a Cuba.

La lectura colectiva en los talleres de tabaquería cubanos es una actividad que floreció magníficamente y tuvo consecuencias como la difusión de conocimientos entre otros logros. La historia comienza en el año de 1839 fecha en la que llegó a Cuba el viajero español Jacinto de Salas y Quiroga el visitante narra el recorrido por la isla y la impresión que le causaron unos cafetales en la región de Artemisa o San Marcos. Salas y Quiroga notó y lamentó el estado de completa ignorancia en que se mantenía a los esclavos. Al describir con gran detalle una de las operaciones últimas del café, el escogido, aporta una imagen de la habitación, larga, estrecha, cerrada con hermosos cristales y bastante elevada.

Estaba amueblada con una espaciosa mesa, alrededor de la cual los esclavos escogían y separaban las diferentes clases de grano. Le llamó la atención, a su entrada, el profundo silencio que allí reinaba. Cerca de ochenta personas, entre mujeres y hombres, ocupados en aquella monótona tarea. La escena le inspiró la idea de que nada sería más fácil y provechoso que emplear aquellas horas en ventaja de la educación moral de aquellos infelices seres. El mismo que sin cesar los vigila podría leer en voz alta algún libro compuesto al efecto, y al mismo tiempo que templase el fastidio de aquellos obreros, les instruiría de alguna cosa que aliviase su miseria.

Es interesante conocer un poco el panorama. Hacia 1860, la industria tabaquera cubana introducía mejoras en la elaboración y selección de materia prima y, con sus excelentes productos, empezaba a adquirir importancia internacional. Entre los artesanos especializados comenzaban a difundirse ideas sobre asociaciones, y la idea de implantar la lectura vino promovida activamente por una importante figura: Saturnino Martínez. Este tabaquero, nacido en Asturias, había llegado muy joven a Cuba, y adoptado el oficio de torcedor; residía en Guanabacoa. Era poeta y aficionado a la literatura, había logrado el nombramiento de base en la Biblioteca Pública de la Sociedad Económica de Amigos del País, donde de noche trabajaba, leía y estudiaba ávidamente, mientras de día torcía tabacos en el taller de Partagás. Allí concibió la idea de implantar la lectura en los talleres de tabaquería, pues consideraba que esa actividad contribuiría a la unión y a elevar el nivel moral e intelectual de los tabacaleros. Era un hombre liberal de tendencia reformista, y creía que la lectura, les ofrecería la copa que endulce las horas de la vida, al par que desarrolla la inteligencia, perfecciona el corazón y suaviza las costumbres.

Posteriormente se introdujo la lectura en otras tabaquerías; Prieto en San Antonio de los Baños, Acosta, de Bejucal, La Intimidad, la Flor de Arriguanaga, La Flor de San Juan y Martínez, Cabañas. La Pilarcito, H. Upmann, Las Tres Coronas, El Moro Muza, La Meridiana, La Africana, El Rico Habano, El Taller de José Rabell. A los cinco meses había quedado implantada no sólo en las fábricas de primer orden, sino hasta en las tabaquerías de menor importancia, numerosísimas en aquella época. Ciertas tabaquerías permitieron la actividad a condición de que las obras fueran sometidas a censura; en otras, en cambio, nadie intervenía en la elección de los documentos seleccionados. Inicialmente, la lectura se llevaba a modo de turno, pero esta forma no prevaleció y, a menudo, el cargo de lector vino a ocuparlo alguna persona dotada de voz clara y pronunciación correcta. Hubo alguno, como Nicolás F. de Rosas, que, sin exigir retribución, desempeñaba ese puesto en la fábrica de Guanabacoa.


La nueva institución era objeto de gran curiosidad y no era raro ver fuera de la fábrica a algún nutrido grupo de gente que junto a las ventanas escuchaba con atención la potente voz del lector. Los visitantes la comentaban muy favorablemente. William H. Steward, secretario de Estado norteamericano, visitó el taller de Partagás el 22 de enero de 1866, impresionándole la atención de los obreros: colocados en medio del océano de individuos profundamente callados, el lector dejaba oír la eufonía de su acento, que trasmitía suavemente al corazón de los oyentes el aura evangelizadora de que está animada una de las mejores obras de Fernández y González.

Las listas y referencias a los libros leídos son reveladoras Se sabe, por ejemplo, que el primer libro leído en El Fígaro fue Las luchas del siglo y que en el taller de Partagás se leyó una Historia de la Revolución francesa, probablemente la Historia de los girondinos, de Lamartine. Eran cotizadas las novelas por entregas que planteaban problemas sentimentales unidos a cuestionamientos sociales, por ejemplo, El rey del mundo, de Fernández y González, y la famosa obra de Ayguals de Izco, María, la hija del jornalero, un clásico de la cultura libertaria. No faltaban los estudios más serios como la Economía política, de Flores Estrada, escritor liberal, miembro de las Cortes de Cádiz, declarado enemigo del absolutismo y partidario de la independencia de las colonias. Los periódicos se revisaban ávidamente. Se empezó con La Aurora, de tendencia liberal y reformista, donde se discutían las ideas económicas contemporáneas, opiniones científicas de revistas extranjeras y artículos firmados por D. Felipe Poey, ensayos sobre organización obrera y obras literarias de autores anónimos, obreros, artesanos, menestrales, que aparecían en esa prensa con arbitraria puntuación, ortografía vacilante, y gran conciencia proletaria.

Existe el testimonio directo de uno de aquellos lectores. Se trata de Ramiro de Maeztu, que vivió en Cuba entre l89l y l894. Desempeño mil oficios, entre ellos el de lector en una fábrica de cigarros de La Habana. Era un momento de su vida en que sintió simpatía por las ideas anarquistas y rememora a Kropotkin en un artículo y en el contexto de la lectura colectiva:
[...] era un príncipe verdadero, principal en todo. […] fuerte de cuerpo y de alma, valeroso, generoso, abnegado, austero, hospitalario, […] trabajó toda su vida en geografía y en historia, y consagró su mayor entusiasmo a la propaganda de su ideal anarquista. Se le metió en la cabeza desde joven que los hombres son naturalmente buenos, y que es la opresión de la autoridad, y toda autoridad se le antojó opresiva, lo que los deforma y hace malos. Es la idea que antes que Kropotkin mantuvo Rousseau; pero a mí se me figura que a Kropotkin se le debió ocurrir de propia meditación, y que era, más que idea, sentimiento, porque como Kropotkin había sido toda la vida bueno y recto, no creía que se pudiera ser de otra manera; y cada vez que se tropezó con la maldad humana, tuvo que atribuirla al maleficio de un tirano, y la tiranía la atribuyó, a su vez, a un error que condujo a los hombres a nombrar gobernantes y a aguantarlos.

Este era tema que nunca se discutía, ni aún entre sus mejores amigos, sin exaltarse y perder la cabeza. Dogma central, sobre esa piedra levantaba su iglesia. Es el supuesto que hace posible los portentos de riqueza y amor, cuya posibilidad nos descubre en La conquista del pan, que ha sido el evangelio popular del último tercio del siglo XIX. Yo lo leí en un grupo de obreros asturianos y gallegos que no sabían leer, en La Habana, hará unos veintiocho años, y luego he sabido de cortijos andaluces y extremeños y de viviendas obreras en varias capitales donde se leía hace veinte años, a la luz de candiles de aceite, con la misma efusión con que yo me había persuadido al leerlo de que bastaba «sacudirse las cadenas para verse transportado a la edad de oro en un paisaje de hadas, maravillas y sueños.

Tan importante como esta declaración, y testimonio de la apasionante relación entre el movimiento anarquista y la cultura, es la referente al recibimiento entusiasta que tuvo la obra de Ibsen entre los obreros. A propósito de ello, recuerda un sucedido en l893, mientras los obreros torcían los cigarros en un salón de atmósfera asfixiante, el cronista les leía durante cuatro horas diarias, a veces libros de propaganda social, a veces dramas, a veces novelas, a veces obras de filosofía y de divulgación científica. Generalmente, los libros que se habían de leer eran elegidos por un Comité de lectura, porque los tabaqueros, no los patronos, pagaban directamente al lector lo que querían, unos, cinco centavos; otros, un peso, al cobrar sus jornales los miércoles y sábados. Un día, apenas comenzada la lectura, observó que algunos oyentes dejaban el trabajo para escuchar mejor, y a los pocos minutos no volvió a oírse ni el chasquido de las chavetas al recortar las puntas del tabaco.

En las dos horas que duró la lectura no se oyó ni una tos, ni un crujido. Los cuatrocientos hombres que había en el salón oyeron todo el tiempo con el aliento reprimido. Era en la Habana, en pleno trópico, y el público se componía de negros, mulatos, criollos, españoles; muchos no sabían ni leer siquiera. ¿Qué obra podía emocionar tan intensamente a aquellos hombres? Hedda Gabler, el maravilloso drama de Ibsen. Durante dos horas vivieron aquellos hombres la vida de aquella mujer demasiado enérgica para soportar la respetabilidad y el aburrimiento, demasiado cobarde para aventurarse a la bohemia y a la incertidumbre.
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