lunes, noviembre 06, 2006

Una biblioteca de agua, de Aura inundada*


Por: María Cortina

A sus 30 años cumplidos, no había leído un solo libro. Pero leyó el primero y ya no pudo detenerse. Desde 2002 acude una vez por semana a un círculo literario y aprovecha para elegir en la biblioteca el libro que leerá esos días. Cuando le preguntaron qué le había desatado la urgencia de leer, Elsa respondió que el haber descubierto que los libros llevan adentro palabras que están vivas. Como el dolor, el deseo, la soledad.Los libros son eso: el habla escrita de la soledad.

Elsa vive en Ciudad Nezahualcóyotl. Descubrió los libros y a las palabras que llevan adentro, en la biblioteca de la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente (FARO) que desde este sábado se llama Biblioteca Alejandro Aura. El mismo Alejandro develó la placa. Estaba rodeado de muchos de los que junto con él, levantaron hace seis años un sueño en medio de lo que era un monumental basurero público. Y que hoy es un espacio abierto a los niños, jóvenes y cada vez más amas de casa de la delegación Iztapalapa, la más poblada del DF. Un espacio que les concede la oportunidad de mirar de frente su capacidad de crear. Y hacer de la creación una alternativa de vida. La más intensa.

El Faro de Oriente tiene la forma de un navío. Un buque que navega sobre las aguas de lo que fue el Lago de Texcoco y que demuestra que es posible imaginar lo imposible y conseguir que exista. Que basta creer en la fuerza de la cultura, en saber ver lo que puede hacer brotar un sueño, para construir una realidad. Así es Alejandro Aura. Cree, imagina, ve, construye y desparrama. Por algo es poeta. Un poeta adicto a la fiesta de la libertad.La poesía es eso: la fiesta de un placer libre, sin ataduras.El 11 de diciembre de 1999, cuando era director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, Aura organizó una fiesta. La Fiesta de las Letras en el Zócalo. Los que fueron llevaron los primeros 2 mil volúmenes de la biblioteca del Faro. En los meses posteriores, Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Paco Ignacio Taibo II, Eduardo Vázquez y muchos otros intelectuales respondieron al llamado de Aura. Y enviaron cientos más.

Hasta que se completaron los más de 16 mil volúmenes con los que hoy cuenta la biblioteca, habilitada en la torre principal de El Faro por el arquitecto Alberto Kalach, poeta de trazos y líneas.Ahí estuvimos el sábado sus amigos de siempre, sus antiguos colaboradores, el médico que le sana a cada rato la tos y la sonrisa, sus hijos, su mujer y un montón de jóvenes que se acercaron a curiosear. Llegaron de alguno de los talleres que se imparten en El Faro. Muchos de ellos con las manos manchadas de barro o tinta, o deseo. Los del taller de escultura fueron los más atentos a la reacción de Aura. Ellos esculpieron el nombre de Alejandro con varillas, trozos de tubos, tuercas, remaches, tornillos y enorme dosis de ingenio y creatividad.Había también muchos niños.

Y como si en verdad comprendieran el discurso, como si estuvieran sintiendo lo que los adultos sentíamos, escucharon atentos al director Benjamín González hablar con palabras de piel y reconocer que la Biblioteca Alejandro Aura del Faro de Oriente es no sólo el resultado de una política cultural. Es también y sobre todo, el producto de un acto sensible y generoso que concedió el derecho a gozar del arte y la cultura a los dos millones de habitantes de Iztapalapa.Antes de tomar el primer libro de una de las estanterías de la biblioteca de El Faro, Elsa trabajaba en una tienda de abarrotes. Vendía latas de jalapeños y botellas de tequila. Ahora redacta cartas y documentos en una oficina. Y le queda más tiempo y más ternura para leer. Sin ningún miedo a pronunciar lo que ha leído. Y en la Biblioteca Alejandro Aura participa cada vez que puede en los programas de lectura en voz alta.Dice Eduardo Vázquez, poeta también y amigo, que como maestro Alejandro Aura le cambió la vida. Yo creo que además de cambiársela, se la salvó. Como salva la experiencia de intentar recuperar a golpe de cultura, o más bien a caricia de cultura, una ciudad que pide a gritos que levanten los escombros que lleva encajados en el alma. Para alzar el vuelo o navegar sobre un lago seco. Y enamorarse del agua.Alejandro Aura está enamorado del agua. Así lo hace constar en uno de sus más recientes poemas. En otro, como si él mismo fuera un brazo, una pierna, los labios de la ciudad herida, denuncia la sustracción alevosa del cielo y la prevaricación que en la educación pública constituye la omisión de enseñar a los niños a mirar hacia arriba. En el Faro leyó esos poemas. Y consiguió que al menos por un instante, volviera a aparecer —azul— el cielo. Así hay gente, diría él mismo.Gente sin miedo al miedo de mirar. Ni al vértigo que causa el riesgo.Cuando nació El Faro, muchos pensaron que era demasiado grande el riesgo. Nadie acudirá, se van a tirar al basurero los recursos, opinaban algunos. Olvidaron que la gente de Iztapalapa lleva generaciones reproduciendo el gen de la sabiduría. El de la magia, el del arte.

El gen que permite crear, amar, desear, construir, cuando se abre un espacio a la cultura. Por mínimo que sea, se escapa el deseo de ser, antes que otra cosa, un ser humano.Se le escaparon las lágrimas a Alejandro Aura cuando vio clavado su nombre en la fachada de la biblioteca. A todos los demás se nos escapó la prisa, el hambre, el cansancio de estar siempre de prisa, el enojo por el vacío, el vacío. Y los dedos de las manos. Se nos escapó todo eso. Nada más nos quedamos con las ganas de decirle gracias.Alejandro Aura se despidió el sábado con un poema. Hizo una caravana a las personas que ya está echando de menos, y dijo adiós. Pero no se fue. Ni se irá. Como no se ha ido el agua del Lago de Texcoco, aunque permanezca seco. Ni los libros de agua que inundan de Aura a una biblioteca en Iztapalapa.

*(Aparecido en la Crónica : 06-nov-06)